miércoles, 19 de mayo de 2010

Glenda

Queríamos tanto a Glenda*
cuando volvía de viaje con su mochila llena de fotos, de sueños, de desayunos a la orilla del mar. Esperábamos a Glenda en la estación, en el aeropuerto, en la parada del metro para darle una sorpresa pero Glenda no nos veía, no nos reconocía. Entonces volvíamos en silencio a nuestras casas hablando de ella sin necesidad de hablar de ella, “ha cambiado mucho nuestra Glenda, ¿verdad querida?”
Sonaba el teléfono. “¿Lo coges tú Samanta?” Se levantaba Julia: era Glenda. Todas volvíamos a esperar algo. No se sabe qué. “Hace mucho tiempo que no las veo, las he echado de menos. ¿Dónde han estado?” Entonces Glenda venía a buscarnos y todo volvía como antes: tazas, colillas, fotos, desayunos a las cuatro de la mañana, a las dos de la tarde. “Has vuelto para quedarte, ¿verdad querida?”
Hablábamos de todo: de libros, de viajes, de cines, de teatros. Pero nunca de nuestros silencios cuando te ibas. Nunca del ruido de tus pasos cuando bajabas por la escalera, de nuestras miradas cuando sonaba el teléfono o cuando alguien tocaba el timbre de la casa.
Glenda se despedía de nosotras. “Llamadme más a menudo. Me ha encantado verlas”. Pero Glenda nunca nos regaló una postal, ni un juguete de viaje, ni una foto-recuerdo. Nos mirábamos en silencio, nos despedíamos como siempre. Te queremos mucho, Glenda.
“Podríamos viajar juntas, ¿qué les parece? Nueva York, París, Salamanca para un puente no estaría mal, llamadme por si acaso”. ¿Por qué no en Chueca o en Malasaña mañana por la mañana Glenda querida?
Todas pensábamos en lo mismo, pero nadie decía nada. Nos gustaba tu sonrisa. Nos dejabas mucha alegría. Y un vacío garrafal. ¿Nueva York, París? ¿Por qué no nos invitaste a tu fiesta de cumpleaños el sábado por la tarde?
Nos gustó mucho tu viaje a Berlín. Pero Julia no fue a Berlín porque esperaba ir contigo, “¿Te acuerdas de cuándo te hablaba siempre de Berlín?” De repente no se habló más ni de Berlín ni de la Alemania entera. Y nadie se preguntó por qué. Poco a poco dejamos de hablarte, de buscarte. Incluso de desearte.
Una vez te vimos en la parada del bus. Nos miramos en silencio. No hablamos de nada. Ni de tu belleza, ni de nuestro dolor. No tenía visibilidad. Lo habíamos encerrado en el armario. Como nuestra misma historia, Glenda querida. Hablábamos siempre de todos los armarios del planeta pero nunca del nuestro.
Queríamos mucho a Glenda. Y tanto que el amor es ciego al final acabamos queriendo a su mismo armario, a nuestro mismo dolor, a nuestros silencios, a su misma vida encerrada en el armario.
No te vimos, Glenda. Empezaste a ser transparente. Nuestro dolor empezó a flotar, a salir del armario. Era muy grande nuestro dolor. Más grande que nuestro mismo armario.
Te queríamos mucho Glenda. Mucho más de lo que te imaginaste. Pero no quisiste descubrir lo que nos esperaba fuera del armario. Tal vez no nos esperaba nada, pero... aún así, merecía la pena salir del puto armario
aunque cuando jodimos la historia; aunque cuando jodimos y jodemos por placer, dolor, alegría, felicidad; cuando jodemos y punto, siempre merece la pena salir del puto armario, ¿o no
Glenda querida?.
No me digas qué te enamoraste del armario. No me jodas así. Asì no, amor mío...
*Tìtulo de un cuento de Julio Cortàzar

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